domingo, 14 de agosto de 2011

2º año | mimoso, silvina ocampo


Desde hacía cinco días Mimoso agoniza¬ba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por telé¬fono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamen¬te para que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, pero con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el sue¬lo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro en la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. Estaba muerto. Hizo un paquete con arpillera y papel de dia¬rio para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:
—Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? —Mercedes pareció no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos—. ¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blan¬co? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada:
—Sentadito, con las patitas cruzadas.
—¿Con las patitas cruzadas? —repitió el hombre, como si no le gustara.
—Como usted quiera —dijo Mercedes, ru¬borizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
—Vamos a ver al animal —dijo el hom¬bre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó—: No está tan gordito como su dueña —y lanzó una carca¬jada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos—. Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Mercedes dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
—Quiero que tenga un soporte de made¬ra como aquél —le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
—Veo que la señora tiene buen gusto —musitó el hombre—, ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
—Los quiero de vidrio —respondió Mer¬cedes.
—¿Verdes, azules o amarillos?
—Amarillos —dijo Mercedes, impetuosa¬mente—. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.
—¿Y usted les vio los ojos a las mari¬posas?
—Como las alas —protestó Mercedes—, como las alas de las mariposas.
—¡Ya me parecía! Tiene que pagar ade¬lantado —dijo el hombre.
—Ya lo sé —respondió Mercedes—, me dijo por teléfono —abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la me¬sa. El hombre le dio el recibo—. ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? —pregun¬tó, guardando el recibo en su cartera.
—No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
—Vendré a buscarlo con mi marido —res¬pondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pe¬ro el perro no llegaba. Mercedes todavía llo¬raba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un lla¬mado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
—Lo que nos ha hecho gastar este perro —dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
—Un hijo no hubiera costado más —dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
—Bueno, basta; ya lloraste bastante. En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
—¿La gente no dirá que estás loca? —in¬quirió su marido con una sonrisa.
—Peor para ellos —respondió Mercedes apasionadamente—. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen co¬razón. Nadie los quiere.
—Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; esta¬ba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acari¬ció con sus manos trémulas; lágrimas salta¬ron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
—No me lo moje —dijo el embalsama¬dor—. Y lávese la mano.
—Sólo le falta hablar —dijo el marido de Mercedes—. ¿Cómo hace estas maravillas?
—Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema per¬sonal. ¿No hay niños en su casa?
—No.
—¿Será peligroso para nosotros? —pre¬guntó Mercedes.
—Únicamente si lo comen —respondió el hombre.
—Tenemos que envolverlo —dijo Merce¬des, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbu¬lo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
—¿Qué dirán tus amigas, cuando vean es¬to? —inquirió el marido—. Que dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi.
—Cuando venga a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
—Tendrás que decírselo a la señora.
—Se lo diré —dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro em¬balsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que ori¬nara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la feli¬cidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo horrible ilustraba las palabras. El ma¬rido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su co¬razón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo que¬bró en varias partes como si fuese una rama seca y, lo arrojó al horno que estaba abierto.
—Que sea o que no sea verdad no impor¬ta, lo que importa es que lo digan.
—No me impedirás que sueñe con él —gri¬tó Mercedes y se acostó en la cama vestida—. Sé quién es el hombre perverso que hace anó¬nimos. Es ese tenedor de porquería. No vol¬verá a entrar en esta casa.
—Tendrás que recibirlo. Esta noche vie¬ne a cenar.
—¿Esta noche? —dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso jun¬to al perro el asado de tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
—Hay asado con cuero —anunció Mer¬cedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
—Estos animales parecen embalsamados —miró con admiración los ojos del perro.
—En China —dijo Mercedes—, me han dicho que la gente come perros ¿será cierto o será un cuento chino?
—Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
—No hay que decir "de este perro no co¬meré" —respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.
—De esta agua no beberé —corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
—Tendremos que llamar al peluquero —di¬jo el invitado, viendo la carne con cuero don¬de asomaban algunos pelos y, riendo a carca¬jadas, con una risa contagiosa, preguntó—: ¿La carne con cuero se come con salsa?
—Es una novedad —contestó Mercedes. El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mas¬có y cayó muerto.
—Mimoso todavía me defiende —dijo Mer¬cedes, recogiendo los platos y secando sus lá¬grimas, pues lloraba cuando reía.

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